No es mera retórica decir que el poder o la dominación nos invade como una epidemia, que se inmiscuye en todo, que nada escapa a su afán de conquista. No se necesita ser sociólogo o politólogo para advertir que el poder tiene celos de la universalidad de la atmósfera o el cosmopolitismo del oxígeno, y que sueña con adquirir un día de estos el don de ubicuidad. Basta con ser un espectador atento de las cosas, para contemplar su presencia no sólo en sus habituales ámbitos de ejercicio exaltado –el corazón en llama de nuestros políticos-, sino en el mundo de las letras y de la cultura en general. Aquí, las instituciones culturales del gobierno-con recursos enjutos y políticas culturales conservadoras y mediocres-, junto con algunas mafias y capillitas “privadas”-que no pueden sobrevivir sin la ubre oficial-, nos muestran el espectáculo triste y desolador de un puñado de poetas que son ganados por el afán de poder, el ansia de reconocimiento y hasta por las prebendas malolientes que se pueden obtener en un mundo cultural como el nuestro.
En cierto sentido –y no soy el primero en asentarlo, ya que se trata de un lugar común-, la historia de la poesía mexicana es la historia de sus mafias, o grupos culturales elitistas, que aglutinan a unos cuantos –por la aceptación colectiva de determinados valores, pero también por los criterios del amiguismo, la conveniencia política, los prejuicios ante lo distinto, etc.– y excluyen, ignoran y “ningunean” a los demás.
Como la historia de la poesía mexicana ha sido realizada atendiendo sobre todo a estas mafias –la más célebre de todas, como se sabe, fue la de Octavio Paz-, hay muchos poetas, mujeres y hombres, por descubrir o redescubrir, sobretodo en la provincia. Por eso hay que decir con toda contundencia: en las historias de la poesía mexicana “ni están todos los que son” ni su indiscutible complemento.
Cada una de las mafias, “oficiales” o no, que forman el panorama histórico de la poesía de nuestro país, tenían sus revistas, sus editoriales, sus suplementos y sus antologías. En general, las antologías –Genaro Estrada, Jorge Cuesta, etc.- reflejaban, a más del punto de vista personal del recopilador, la concepción de uno de los grupos de poder literario. Eran, por así decirlo, centralistas, se hacían en la azotea de su torre de marfil, dictaminaban, desde la cima de su aristocracia intelectual, a qué poetas nacionales, vía la apoteosis, deberían otorgárseles un predio en los azules litorales de la eternidad.
Estas antologías desdeñaban lo diferente, lo único, lo marginado. Veían sobre el hombro la provincia, la juventud, y hasta hace muy poco las mujeres, por más que la lira de estas está frecuentemente más afinada que la de los varones. Para las antologías de estos grupúsculos mafiosos, lo “otro” ni existe ni tiene el derecho de existir.
La presente antología 42 barcos de guerra está concebida de manera no sólo distinta, sino antitética a las selecciones de poemas y florilegios tradicionales en nuestra lírica. Y en esta contraposición, consciente, beligerante y subversiva, con el estado de cosas habitual o, lo que tanto vale, en esta escuadra de barcos de guerra –que despliegan banderas de independencia y pluralismo- creo vislumbrar el fermento de una nueva concepción de la cultura.
Reflexionemos en lo siguiente: el hecho de que 42 editoriales independientes, sitas en muchas de las entidades federativas de la república, escojan a cuatro poetas que resultan representativos para su concepción estética, nos habla de una manera de seleccionar poemas que se contrapone tajantemente al modo petulante y narcisista de las antologías tradicionales. Ahora se va de la periferia al centro y de abajo a arriba, y esta forma de selección –en que la antología es núcleo de 168 poetas representados- no es otra cosa que la manera autogestiva de proceder.
Si el poder anda inmiscuyéndose en todo, como decía, también la lucha contra sus pretensiones, aún siendo larvaria, está en todas partes. Ante este extraordinario libro, que gusto da saber que hay 42 barcos de guerra contra el establecimiento cultural, lo cual no tiene otro significado que pronunciarse a favor de una descentralización (de ópticas y proyectos) que nos brinde la posibilidad de entrar en conocimiento de la asombrosa geografía de la poesía mexicana contemporánea.
En cierto sentido –y no soy el primero en asentarlo, ya que se trata de un lugar común-, la historia de la poesía mexicana es la historia de sus mafias, o grupos culturales elitistas, que aglutinan a unos cuantos –por la aceptación colectiva de determinados valores, pero también por los criterios del amiguismo, la conveniencia política, los prejuicios ante lo distinto, etc.– y excluyen, ignoran y “ningunean” a los demás.
Como la historia de la poesía mexicana ha sido realizada atendiendo sobre todo a estas mafias –la más célebre de todas, como se sabe, fue la de Octavio Paz-, hay muchos poetas, mujeres y hombres, por descubrir o redescubrir, sobretodo en la provincia. Por eso hay que decir con toda contundencia: en las historias de la poesía mexicana “ni están todos los que son” ni su indiscutible complemento.
Cada una de las mafias, “oficiales” o no, que forman el panorama histórico de la poesía de nuestro país, tenían sus revistas, sus editoriales, sus suplementos y sus antologías. En general, las antologías –Genaro Estrada, Jorge Cuesta, etc.- reflejaban, a más del punto de vista personal del recopilador, la concepción de uno de los grupos de poder literario. Eran, por así decirlo, centralistas, se hacían en la azotea de su torre de marfil, dictaminaban, desde la cima de su aristocracia intelectual, a qué poetas nacionales, vía la apoteosis, deberían otorgárseles un predio en los azules litorales de la eternidad.
Estas antologías desdeñaban lo diferente, lo único, lo marginado. Veían sobre el hombro la provincia, la juventud, y hasta hace muy poco las mujeres, por más que la lira de estas está frecuentemente más afinada que la de los varones. Para las antologías de estos grupúsculos mafiosos, lo “otro” ni existe ni tiene el derecho de existir.
La presente antología 42 barcos de guerra está concebida de manera no sólo distinta, sino antitética a las selecciones de poemas y florilegios tradicionales en nuestra lírica. Y en esta contraposición, consciente, beligerante y subversiva, con el estado de cosas habitual o, lo que tanto vale, en esta escuadra de barcos de guerra –que despliegan banderas de independencia y pluralismo- creo vislumbrar el fermento de una nueva concepción de la cultura.
Reflexionemos en lo siguiente: el hecho de que 42 editoriales independientes, sitas en muchas de las entidades federativas de la república, escojan a cuatro poetas que resultan representativos para su concepción estética, nos habla de una manera de seleccionar poemas que se contrapone tajantemente al modo petulante y narcisista de las antologías tradicionales. Ahora se va de la periferia al centro y de abajo a arriba, y esta forma de selección –en que la antología es núcleo de 168 poetas representados- no es otra cosa que la manera autogestiva de proceder.
Si el poder anda inmiscuyéndose en todo, como decía, también la lucha contra sus pretensiones, aún siendo larvaria, está en todas partes. Ante este extraordinario libro, que gusto da saber que hay 42 barcos de guerra contra el establecimiento cultural, lo cual no tiene otro significado que pronunciarse a favor de una descentralización (de ópticas y proyectos) que nos brinde la posibilidad de entrar en conocimiento de la asombrosa geografía de la poesía mexicana contemporánea.